Tras
finalizar el octavo y último capítulo de True Detective no salgo de una
sensación que creo que puede ser compartida por muchos: en las series se está
haciendo mejor cine que en el cine. Todo lo que hizo grande a sentarse a ver
una película está concentrado en True Detective. Por cierto, va a ser
complicado que a partir de ahora cuando digan “serie” yo no piense en “True
Detective”.
No
obstante, no busco hacer un análisis acerca de la crisis cinematográfica o de la
correlación serie-película. Quiero contar la historia de una serie que puede
pasar a la Historia. True Detective cuenta la historia de dos policías que
durante 17 años investigan un caso de asesinato y desaparición de menores en
extrañas circunstancias.
Los
personajes, los actores, sus circunstancias: Quien
espere una serie de acción pura y dura puede dejar de leer. Ni Rust (Matthew Mcgonaghey) ni Marty (Woody
Harrelson) son James Bond. Ojo, encontramos tres situaciones
de acción de una calidad incuestionable. Pero no, no va de eso. La serie está
basada en lo que para mí es un principio incuestionable de toda obra
cinematográfica: personajes ricos en cuanto su mundo interior, bien
construidos, sin fisuras, con evolución a lo largo de la proyección, que
emocionen, que sean imperfectos como la vida misma. Además, se complementan que
da gusto. Uno es escéptico, reflexivo, huraño, nihilista, diferente y
justiciero. Otro es familiar, religioso, típico americano acomodado, duro y
algo simple. Les une algo, además del caso: ambos necesitan sacar fuera todo lo
que llevan dentro. Es difícil quedarse con una de las interpretaciones o con
uno de los dos personajes. Ambas interpretaciones son de Oscar, y ambos
personajes son legendarios. Destaco de Mcgonaghey su definitivo salto al
estrellato siendo para mí la sorpresa del año (no olvidemos Dallas Buyers Club)
y el deseo de que se quede. Pero la mención a Harrelson ha de ser contundente:
pocas veces he visto a un actor expresar tan bien emociones tan diferente y,
sobre todo, tan ocultas en la esencia humana. Su fisionomía se convierte en su
arma para transmitirnos lo que es.
Segundo
principio incuestionable: el guion: Digno de un Oscar.
Filosofía a raudales, desprende inteligencia y cotidianidad, aborda la esencia
de la existencia, es todo un manual religioso y antireligioso a la vez. Nos
pone la piel de gallina y nos saca los ojos de las órbitas. Es curioso como uno
acaba deseando que se metan en el coche de una vez y comiencen a hablar. Pone
palabras a sentimientos y reflexiones que todos hemos podido haber tenido pero
jamás hemos atrevido a lanzar en voz alta.
Narrativamente
prodigiosa: Nic Pizzolato sabe controlar los
tiempos. No me refiero con esto al tan utilizado recurso de dejar al espectador
con la boca abierta. En esta serie no es necesario nada así, ya que se mueve al
ritmo de los latidos vitales de sus personajes. Usa el flashback de forma tan
entendible para el espectador que asusta. Además, no es un extra prescindible,
es parte un entramado que en la mente del espectador es claro y continuado. Los
datos se revelan de forma progresiva, se trata de pequeñas pinceladas o de
sorbos que el espectador agrade. Son 8 capitulos de 1 hora. Da la sensación de
estar viendo una película de 8 horas, como si ves los tres Padrinos a la vez.
No
busca ser original ni romper esquemas: Los guionistas
saben de sobra que todo está contando ya y que ahí no van a encontrar un gran
nicho de mercado. La historia del arte y la cultura se basa en repetir muchas
veces los mismos sentimientos y las mismas sensaciones como si de una vida
cíclica se tratase. El estilo, ese gran aliado de unos pocos, es lo que marca
la diferencia entre True Detective y CSI, por ejemplo. El estilo y la forma, el
cómo es la clave para contar una
historia. Woody Allen ha estado 40 años contando la misma historia en el cine
con distintos personajes y distintas situaciones. El Padrino cuenta la historia
de una tragedia como hace Shakespeare. True Detective cuenta su historia y la
cuenta genial, nos la creemos y nos identificamos con ella.
El
escenario, idílico: Louisina, como tantas veces
escuchamos en la serie con un cerrado acento estadounidense, está excesivamente
bien elegido. Junto con Nueva York, el sureste de Estados Unidos es lo que más
me atrae personalmente. Y mira que son lugares diferentes. Me atrae la herencia
del antiguo oeste, comprobar la penosa transición que ha habido de una época a
otro. Como un país ha avanzado a costa de otros, queda reflejado. El s.XIX no
se va ni con la llegada del XXI, al menos del todo. Incultura, religión llevada
hasta el extremo de predicadores ambulantes, pobreza. Un desierto húmedo,
tierra, campo, un pasado incrustado en el presente. Si nos gusta tanto el
escenario es, en parte, gracias a la parte técnica.
Audiovisualmente
inteligente:
Planos
secuencia abrumadores, la serie está bien contada y bien situada gracias a que técnicamente
es maravillosa. Nos pone en contexto con esos grandes planos generales de césped
o lagos. Nos lleva a lo más profundo de los personajes con las elecciones de
los planos a los actores. La cámara se mueve de forma inteligente, en
definitiva. Musicalmente, otra delicia, desde el tema inicial a cada uno de los
acompañamientos musicales.
El
final: Que no revelaré, obviamente. Tan solo me
gustaría aclarar que me guste porque no es extraño, es el que tiene que ser,
tal y como afirmaba Carlos Boyero. Es un final humano, lógico, imperfecto, que
deja cosas en el aire. ¿Por qué si en la vida muchas veces hay cosas que no
entendemos o sabemos, en la ficción hemos de estar enterados de cada detalle?
Siempre he defendido el punto ciego,
es decir, el punto en el que la obra se nos pierde por mandato expreso del
autor. Y, otra cosa, pretender que en la ficción todos, y recalco TODOS los
malos pillados es poco menos que un absurdo cuando en la realidad vemos todos
los días lo contrario.
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