domingo, 1 de junio de 2014

True Detective, mucho más que una historia de detectives



Tras finalizar el octavo y último capítulo de True Detective no salgo de una sensación que creo que puede ser compartida por muchos: en las series se está haciendo mejor cine que en el cine. Todo lo que hizo grande a sentarse a ver una película está concentrado en True Detective. Por cierto, va a ser complicado que a partir de ahora cuando digan “serie” yo no piense en “True Detective”.
No obstante, no busco hacer un análisis acerca de la crisis cinematográfica o de la correlación serie-película. Quiero contar la historia de una serie que puede pasar a la Historia. True Detective cuenta la historia de dos policías que durante 17 años investigan un caso de asesinato y desaparición de menores en extrañas circunstancias.
Los personajes, los actores, sus circunstancias: Quien espere una serie de acción pura y dura puede dejar de leer. Ni Rust (Matthew Mcgonaghey) ni Marty (Woody Harrelson) son James Bond. Ojo, encontramos tres situaciones de acción de una calidad incuestionable. Pero no, no va de eso. La serie está basada en lo que para mí es un principio incuestionable de toda obra cinematográfica: personajes ricos en cuanto su mundo interior, bien construidos, sin fisuras, con evolución a lo largo de la proyección, que emocionen, que sean imperfectos como la vida misma. Además, se complementan que da gusto. Uno es escéptico, reflexivo, huraño, nihilista, diferente y justiciero. Otro es familiar, religioso, típico americano acomodado, duro y algo simple. Les une algo, además del caso: ambos necesitan sacar fuera todo lo que llevan dentro. Es difícil quedarse con una de las interpretaciones o con uno de los dos personajes. Ambas interpretaciones son de Oscar, y ambos personajes son legendarios. Destaco de Mcgonaghey su definitivo salto al estrellato siendo para mí la sorpresa del año (no olvidemos Dallas Buyers Club) y el deseo de que se quede. Pero la mención a Harrelson ha de ser contundente: pocas veces he visto a un actor expresar tan bien emociones tan diferente y, sobre todo, tan ocultas en la esencia humana. Su fisionomía se convierte en su arma para transmitirnos lo que es.
Segundo principio incuestionable: el guion: Digno de un Oscar. Filosofía a raudales, desprende inteligencia y cotidianidad, aborda la esencia de la existencia, es todo un manual religioso y antireligioso a la vez. Nos pone la piel de gallina y nos saca los ojos de las órbitas. Es curioso como uno acaba deseando que se metan en el coche de una vez y comiencen a hablar. Pone palabras a sentimientos y reflexiones que todos hemos podido haber tenido pero jamás hemos atrevido a lanzar en voz alta.
Narrativamente prodigiosa: Nic Pizzolato sabe controlar los tiempos. No me refiero con esto al tan utilizado recurso de dejar al espectador con la boca abierta. En esta serie no es necesario nada así, ya que se mueve al ritmo de los latidos vitales de sus personajes. Usa el flashback de forma tan entendible para el espectador que asusta. Además, no es un extra prescindible, es parte un entramado que en la mente del espectador es claro y continuado. Los datos se revelan de forma progresiva, se trata de pequeñas pinceladas o de sorbos que el espectador agrade. Son 8 capitulos de 1 hora. Da la sensación de estar viendo una película de 8 horas, como si ves los tres Padrinos a la vez.
No busca ser original ni romper esquemas: Los guionistas saben de sobra que todo está contando ya y que ahí no van a encontrar un gran nicho de mercado. La historia del arte y la cultura se basa en repetir muchas veces los mismos sentimientos y las mismas sensaciones como si de una vida cíclica se tratase. El estilo, ese gran aliado de unos pocos, es lo que marca la diferencia entre True Detective y CSI, por ejemplo. El estilo y la forma, el cómo es la clave para contar una historia. Woody Allen ha estado 40 años contando la misma historia en el cine con distintos personajes y distintas situaciones. El Padrino cuenta la historia de una tragedia como hace Shakespeare. True Detective cuenta su historia y la cuenta genial, nos la creemos y nos identificamos con ella.
El escenario, idílico: Louisina, como tantas veces escuchamos en la serie con un cerrado acento estadounidense, está excesivamente bien elegido. Junto con Nueva York, el sureste de Estados Unidos es lo que más me atrae personalmente. Y mira que son lugares diferentes. Me atrae la herencia del antiguo oeste, comprobar la penosa transición que ha habido de una época a otro. Como un país ha avanzado a costa de otros, queda reflejado. El s.XIX no se va ni con la llegada del XXI, al menos del todo. Incultura, religión llevada hasta el extremo de predicadores ambulantes, pobreza. Un desierto húmedo, tierra, campo, un pasado incrustado en el presente. Si nos gusta tanto el escenario es, en parte, gracias a la parte técnica.
Audiovisualmente inteligente: Planos secuencia abrumadores, la serie está bien contada y bien situada gracias a que técnicamente es maravillosa. Nos pone en contexto con esos grandes planos generales de césped o lagos. Nos lleva a lo más profundo de los personajes con las elecciones de los planos a los actores. La cámara se mueve de forma inteligente, en definitiva. Musicalmente, otra delicia, desde el tema inicial a cada uno de los acompañamientos musicales.
El final: Que no revelaré, obviamente. Tan solo me gustaría aclarar que me guste porque no es extraño, es el que tiene que ser, tal y como afirmaba Carlos Boyero. Es un final humano, lógico, imperfecto, que deja cosas en el aire. ¿Por qué si en la vida muchas veces hay cosas que no entendemos o sabemos, en la ficción hemos de estar enterados de cada detalle? Siempre he defendido el punto ciego, es decir, el punto en el que la obra se nos pierde por mandato expreso del autor. Y, otra cosa, pretender que en la ficción todos, y recalco TODOS los malos pillados es poco menos que un absurdo cuando en la realidad vemos todos los días lo contrario.

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