Para
el director de cine Alberto Rodríguez va a ser complicado evitar las
comparaciones entre su éxito de hace dos años, La isla mínima, y su último
estreno, El hombre de las mil caras. El triunfo en taquilla, los premios y la crítica
que aunó su obra más reconocida está todavía muy presente, y es inevitable que
la gente vaya al cine y espere encontrar algo similar. Y eso que, realmente,
ambas películas tienen poco que ver.
Tan
solo se puede encontrar una coincidencia en que las tres últimas películas del
director sevillano son una curiosa crónica de la España que sale de la
dictadura y entre en la democracia. Un reflejo necesario de los 80 y los 90. Tanto
en La isla mínima como en Grupo 7 o en El hombre de las mil caras se cuestiona
si, a pesar del cambio político, esto ha tenido una verdadera repercusión en la
vida de la gente. La corrupción, los excesos policiales o la impunidad de los
de siempre son elementos presentes en sus tres últimos proyectos.
Pero
hasta aquí las coincidencias. La principal diferencia es que en La isla mínima
el ambiente lo genera el escenario y en El hombre de las mil caras el ambiente
lo genera Francisco Paesa. Esta película cuenta una versión propia de la huida
del prófugo más buscado de la democracia española, Luis Roldán, el que fue
director de la Guardia Civil y que robó 1500 millones de pesetas de los fondos
reservados de la institución que dirigía. Francisco Paesa, Paco, es un espía –
y muchas otras cosas- que ayuda a Roldán a escapar y al que, posteriormente engaña, quedándose con su dinero.
La
isla mínima es una película coral, en la que, es cierto, Javier Gutiérrez está
espectacular. Pero también lo están Raúl Arévalo o Antonio de la Torre. Creo
que este film marcó a los espectadores, sobre todo, por el uso de las marismas y el ambiente que
generaba. La película transcurre en este lugar del Guadalquivir, y existe un
cerco invisible que marca a los personajes. No sucede nada parecido en la película
que se ha estrenado ahora. Los lugares son diversos, cambian a gran velocidad.
El ambiente en la historia no lo dicta el punto geográfico, sino Eduard
Fernández. O sea, Paco Paesa.
El
actor catalán encarna perfectamente a este pícaro y consigue que el espectador
se quede con la boca abierta. Apuesto por el Goya para él, porque vuelve a
poner al espectador en una tesitura clásica
pero vital: ¿El malo es el bueno? ¿El malo, es malo, pero me da igual? ¿Es el
más inteligente de los malos?
Aunque
el mérito es compartido. Por supuesto, el principal mérito es del propio Paesa,
ya que su vida es novelesca en sí. Y los españoles volvemos a encontrarnos con
nuestro feo reflejo, con nuestros complejos agigantados y los clichés por los
aires. Roldán resume su historia cuando asegura que él solo hacía lo que hacían
todos los demás. Y, los demás, terminamos de cerrar el círculo cuando vemos a
Paesa como el puto amo.
Por
lo demás, a diferencia de otras críticas que he leído, para mí Alberto
Rodríguez sí que consigue simplificar una historia complicada de contar. No hay
que olvidar que hay asuntos que todavía no están claros y que los asuntos
judiciales o los entramados empresariales son complicados de explicar. Pero la
técnica de que José Coronado, el piloto de la película, cuente en voz en off lo
básico y ponga en contexto al espectador, me parece acertado.