sábado, 24 de septiembre de 2016

Paco Paesa, o las nuevas marismas de Alberto Rodríguez



Para el director de cine Alberto Rodríguez va a ser complicado evitar las comparaciones entre su éxito de hace dos años, La isla mínima, y su último estreno, El hombre de las mil caras. El triunfo en taquilla, los premios y la crítica que aunó su obra más reconocida está todavía muy presente, y es inevitable que la gente vaya al cine y espere encontrar algo similar. Y eso que, realmente, ambas películas tienen poco que ver.

Tan solo se puede encontrar una coincidencia en que las tres últimas películas del director sevillano son una curiosa crónica de la España que sale de la dictadura y entre en la democracia. Un reflejo necesario de los 80 y los 90. Tanto en La isla mínima como en Grupo 7 o en El hombre de las mil caras se cuestiona si, a pesar del cambio político, esto ha tenido una verdadera repercusión en la vida de la gente. La corrupción, los excesos policiales o la impunidad de los de siempre son elementos presentes en sus tres últimos proyectos.

Pero hasta aquí las coincidencias. La principal diferencia es que en La isla mínima el ambiente lo genera el escenario y en El hombre de las mil caras el ambiente lo genera Francisco Paesa. Esta película cuenta una versión propia de la huida del prófugo más buscado de la democracia española, Luis Roldán, el que fue director de la Guardia Civil y que robó 1500 millones de pesetas de los fondos reservados de la institución que dirigía. Francisco Paesa, Paco, es un espía – y muchas otras cosas- que ayuda a Roldán a escapar y al que, posteriormente engaña, quedándose con su dinero.



La isla mínima es una película coral, en la que, es cierto, Javier Gutiérrez está espectacular. Pero también lo están Raúl Arévalo o Antonio de la Torre. Creo que este film marcó a los espectadores, sobre todo, por el uso de las marismas y el ambiente que generaba. La película transcurre en este lugar del Guadalquivir, y existe un cerco invisible que marca a los personajes. No sucede nada parecido en la película que se ha estrenado ahora. Los lugares son diversos, cambian a gran velocidad. El ambiente en la historia no lo dicta el punto geográfico, sino Eduard Fernández. O sea, Paco Paesa.

El actor catalán encarna perfectamente a este pícaro y consigue que el espectador se quede con la boca abierta. Apuesto por el Goya para él, porque vuelve a poner al espectador en una tesitura clásica pero vital: ¿El malo es el bueno? ¿El malo, es malo, pero me da igual? ¿Es el más inteligente de los malos?

Aunque el mérito es compartido. Por supuesto, el principal mérito es del propio Paesa, ya que su vida es novelesca en sí. Y los españoles volvemos a encontrarnos con nuestro feo reflejo, con nuestros complejos agigantados y los clichés por los aires. Roldán resume su historia cuando asegura que él solo hacía lo que hacían todos los demás. Y, los demás, terminamos de cerrar el círculo cuando vemos a Paesa como el puto amo.

Por lo demás, a diferencia de otras críticas que he leído, para mí Alberto Rodríguez sí que consigue simplificar una historia complicada de contar. No hay que olvidar que hay asuntos que todavía no están claros y que los asuntos judiciales o los entramados empresariales son complicados de explicar. Pero la técnica de que José Coronado, el piloto de la película, cuente en voz en off lo básico y ponga en contexto al espectador, me parece acertado.  


martes, 20 de septiembre de 2016

¿Humanos o bailarines?

Crítica de la novela de Haruki Murakami Baila, baila, baila



Es posible que existan aprendizajes de los que solo se pueda ser consciente por medio de la ficción y, en especial, de la literatura. "La ficción salva, la realidadmata. Pero necesitamos ambas para vivir". Es una frase del escritor Javier Cercas, muy repetida en su novela El Impostor. Estas palabras me llevaron a la idea de que ese complicado propósito humano que es vivir en el presente –pues constantemente nos encontramos en el pasado y en el futuro- a veces es solo posible a través de la ficción.

Es irónico que cuando salimos de nuestra cabeza sea cuando más conscientes seamos, precisamente, de lo que esta quiere y necesita. Somos capaces de escucharnos. Es cierto que esto sucede en gran medida porque nuestra voz interna calla al estar atenta a una historia –lo que, por cierto, viene genial- pero también sucede que en los libros, encontramos respuestas. Respuestas para nuestro presente. A mí me ha pasado esto con Baila, baila, baila del escritor japonés Haruki Murakami.

Quizás no sea esta su mejor novela, pero sin duda ha sido la más trascendente en mí. La novela cuenta la historia de un hombre que se siente perdido, y en él podemos observar sensaciones por las que todos hemos pasado alguna vez: apatía, frustración o añoranza.

Puede parecer sencillo crear personajes con los que la gran mayoría se sienta identificado, y en cambio es una de las más arduas tareas de un escritor. Murakami suele dar en el clavo y este caso no es una excepción. Y a pesar de las agrias sensaciones por las que pasa el personaje, no se trata de una novela triste. De hecho, creo que es una de sus historias más positivas. La vida de los personajes consigue fluir y brotar a través del drama y la complicación, lo que por cierto le da un gran baño de realidad.

Esta historia es la historia de un viaje. Pero sin planificación alguna. Es el viaje de la vida, por el que todos debemos pasar obligatoriamente mientras estemos por aquí. Murakami cuenta con su peculiar mezcla de ficción y realidad lo necesario que es a veces que nos dejemos llevar. Sin saber muy bien a qué lugar llegaremos, pero con la certeza de que el camino es la única salida: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

Caminar, o bailar, según se tercie. Baila –dijo el hombre carnero-. No dejes de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar.” Es la frase que, para mí, resume la novela. Por cierto, es una frase –y un significado- que me recuerda mucho a la canción Human de The Killer: “¿Are we human or are we dancers?”. ¿Somos humanos o meros bailarines en un mundo que no deja de sonar? Como en las grandes cuestiones, la respuesta a la pregunta suele ser la misma pregunta.



Me gustaría destacar, también, la presencia que tiene el pasado en la novela. El protagonista decide acudir al Hotel Delfín, un lugar en el que estuvo en el pasado y con el que, sin mayor explicación, se siente conectado y tiene la necesidad de volver. Es condición necesaria para empezar su viaje, un viaje del que ni si quiera es consciente todavía.

Es sin duda una manera que tiene el autor de decirnos que es necesario que cerremos las heridas con nuestro pasado para poder avanzar. Siempre he creído cierta la frase que dice Sabina en Peces de Ciudad: “Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Lo creo porque segundas partes nunca fueron buenas – excepto El Padrino II-. Quizás, la frase que debería preceder a la anterior sería aquella que dijera solo un lugar será feliz si te sientes en paz con él. No busquen la autoría de esta frase, me la acabo de inventar.