La mirada de los peces es recuerdo, y por lo tanto es
invención, niebla, cambios y exageraciones. La memoria es una construcción, individual
o colectiva, pero un arquetipo al que nosotros damos forma. No hay una única
memoria ni una memoria de verdad. Nos gusta escuchar historias porque nosotros
somos una historia en sí misma. Tratamos de contarnos nuestro pasado para darle
una forma verosímil. Un relato con el que sentirnos cómodos. Y moldeamos la
vida a nuestra voluntad para contarnos la narración que necesitamos escuchar.
Tenemos la misma mirada, perdida y confundida, de esos peces que son pescados y
saben que van a morir.
Sergio del Molino es honesto con su recuerdo y por eso
titula La mirada de los peces a su último libro. La novela se divide en dos
secuencias temporales: el presente y la adolescencia de Sergio del Molino.
Antonio Aramayona, antiguo profesor del escritor, decide poner fin a su vida y
comunicarlo a un pequeño grupo de personas. El viejo maestro está en silla de
ruedas y ha sufrido varios infartos pero no padece ninguna enfermedad terminal.
Quiere acabar con su vida por una cuestión de coherencia consigo mismo. Sergio
del Molino se obsesiona cuando le cuenta lo que quiere hacer.
Quique Peinado usa un término en su libro A las armas:
barrionalismo. La mirada de los peces es muy barrionalista. Cualquier persona
que haya vivido en un barrio español en los últimos 50 años se sentirá
identificado con los descampados, parques, drogas. Y con el aburrimiento. Con
la pesadez, con la letanía, con la falta de motivación. Con la adaptación
inevitable al entorno. Con la fina línea entre caer en algo verdaderamente
chungo y ser como todos los demás.
Esta es una historia que habla de la necesidad del
maestro. Puede que haya cada vez menos maestros a la antigua usanza: cantantes,
actores y ahora youtubers. Cualquier adolescente necesita una referencia y es
clave en su posterior evolución. Antonio Aramayona consigue sacar a sus alumnos
de la apatía, pero no lo hace como Robin Williams en El club de los poetas
muertos. Como dice Sergio del Molino ellos ya tenían mucho carpe diem. Ya se
pasaban el día bebiendo y consumiendo drogas. Lo que necesitaban era una
persona que les hiciera mirar más allá.
La sensación que deja en mí la lectura es que es tan
necesario tener un maestro como su posterior caída. Cuando empiezas a volar
solo y adquieres distancia te das cuentas de los defectos de la persona a la
que admirabas. La mirada al héroe siempre es engañosa porque tiende a la
idealización. El paso del tiempo humaniza. Algunos se habrán dado cuenta que el
cantante al que admiraban era un drogadicto que no merecía la pena. Otros
habrán tenido que soportar que su director favorito abusara de menores. O que
el periodista por el que te hiciste periodista tiene tantos defectos como
persona que no te atreves ni asomarte a comprobarlo. Estas experiencias son tan
naturales como la vida.
Pero este libro, La mirada de los peces, da una última
redención al maestro. Esta redención es precisamente su decisión de morir. Un
acto de coherencia tan bestial que le sitúa otra vez en el altar del que había
bajado de forma natural. Volvemos al relato. Antonio Aramayona construye el
suyo de una forma tan atroz que nos da miedo y admiración al mismo tiempo. Sergio
del Molino ha crecido. Asegura que su yo actual sería despreciable para su yo
adolescente. Le vería como a un señor de derechas y le daría asco. Este libro
cuenta la lección final del maestro al alumno: un maestro es lo que sus
discípulos consiguen, sus errores y aciertos les pertenecen de alguna forma. Para
mí, Sergio del Molino usa una metáfora entre su profesor y él: uno es la España
de la Transición que con sus defectos e imperfecciones trajo la mejor época de
este país: el otro es la España del régimen del 78, una España que se niega a
sí misma y que no ha sabido estar al nivel de sus predecesores.