martes, 23 de enero de 2018

El diálogo entre generaciones en La mirada de los peces



La mirada de los peces es recuerdo, y por lo tanto es invención, niebla, cambios y exageraciones. La memoria es una construcción, individual o colectiva, pero un arquetipo al que nosotros damos forma. No hay una única memoria ni una memoria de verdad. Nos gusta escuchar historias porque nosotros somos una historia en sí misma. Tratamos de contarnos nuestro pasado para darle una forma verosímil. Un relato con el que sentirnos cómodos. Y moldeamos la vida a nuestra voluntad para contarnos la narración que necesitamos escuchar. Tenemos la misma mirada, perdida y confundida, de esos peces que son pescados y saben que van a morir.

Sergio del Molino es honesto con su recuerdo y por eso titula La mirada de los peces a su último libro. La novela se divide en dos secuencias temporales: el presente y la adolescencia de Sergio del Molino. Antonio Aramayona, antiguo profesor del escritor, decide poner fin a su vida y comunicarlo a un pequeño grupo de personas. El viejo maestro está en silla de ruedas y ha sufrido varios infartos pero no padece ninguna enfermedad terminal. Quiere acabar con su vida por una cuestión de coherencia consigo mismo. Sergio del Molino se obsesiona cuando le cuenta lo que quiere hacer.

Quique Peinado usa un término en su libro A las armas: barrionalismo. La mirada de los peces es muy barrionalista. Cualquier persona que haya vivido en un barrio español en los últimos 50 años se sentirá identificado con los descampados, parques, drogas. Y con el aburrimiento. Con la pesadez, con la letanía, con la falta de motivación. Con la adaptación inevitable al entorno. Con la fina línea entre caer en algo verdaderamente chungo y ser como todos los demás.

Esta es una historia que habla de la necesidad del maestro. Puede que haya cada vez menos maestros a la antigua usanza: cantantes, actores y ahora youtubers. Cualquier adolescente necesita una referencia y es clave en su posterior evolución. Antonio Aramayona consigue sacar a sus alumnos de la apatía, pero no lo hace como Robin Williams en El club de los poetas muertos. Como dice Sergio del Molino ellos ya tenían mucho carpe diem. Ya se pasaban el día bebiendo y consumiendo drogas. Lo que necesitaban era una persona que les hiciera mirar más allá.

La sensación que deja en mí la lectura es que es tan necesario tener un maestro como su posterior caída. Cuando empiezas a volar solo y adquieres distancia te das cuentas de los defectos de la persona a la que admirabas. La mirada al héroe siempre es engañosa porque tiende a la idealización. El paso del tiempo humaniza. Algunos se habrán dado cuenta que el cantante al que admiraban era un drogadicto que no merecía la pena. Otros habrán tenido que soportar que su director favorito abusara de menores. O que el periodista por el que te hiciste periodista tiene tantos defectos como persona que no te atreves ni asomarte a comprobarlo. Estas experiencias son tan naturales como la vida.


Pero este libro, La mirada de los peces, da una última redención al maestro. Esta redención es precisamente su decisión de morir. Un acto de coherencia tan bestial que le sitúa otra vez en el altar del que había bajado de forma natural. Volvemos al relato. Antonio Aramayona construye el suyo de una forma tan atroz que nos da miedo y admiración al mismo tiempo. Sergio del Molino ha crecido. Asegura que su yo actual sería despreciable para su yo adolescente. Le vería como a un señor de derechas y le daría asco. Este libro cuenta la lección final del maestro al alumno: un maestro es lo que sus discípulos consiguen, sus errores y aciertos les pertenecen de alguna forma. Para mí, Sergio del Molino usa una metáfora entre su profesor y él: uno es la España de la Transición que con sus defectos e imperfecciones trajo la mejor época de este país: el otro es la España del régimen del 78, una España que se niega a sí misma y que no ha sabido estar al nivel de sus predecesores. 

martes, 16 de enero de 2018

Series, formatos y modas



Se ha convertido en rutina recomendar series. Es un buen recurso cuando una conversación no da más de sí. “¿Has visto esa serie? Yo me la he acabado en dos días”. El problema aparece cuando, si aceptas todas las recomendaciones, no harías otra cosa que ver series. Recomendar series es un deporte que practica todo el mundo, incluso aquellas personas que no suelen ser aficionadas a otro tipo de ficciones. Aquel que ve series puede no ser muy aficionado al cine, casi nada aficionado a la lectura y, por supuesto, nada aficionado al teatro.

No quiero ponerme en plan hater. Me parece muy positivo que las series y las nuevas plataformas de televisión supongan un acercamiento de mucha gente a la cultura. Al final, eso es  lo importante: que individuos que jamás habrían visto ese volumen de producto audiovisual, lo vean. Por tanto, hay que agradecer a este formato que la divulgación (para mí, fin último e imprescindible de un producto cultural) surta efecto. Dicho esto, hay que ser críticos: no todas las series son buenas por el simple hecho de que sean series.

Puede que me haya puesto nervioso con las series a raíz de mis expectativas con las series de Movistar. En los últimos meses he visto La Zona, Vergüenza y La Peste. La decepción ha sido bestial, salvo con Vergüenza, que me parece una obra maestra en su ámbito y que rompe moldes. Es cierto que, como he dicho, tenía expectativas. Eso no puede tener nada que ver a la hora de valorar un producto. Así que intentaré obviar las semanas de marketing y promoción que Movistar ha invertido en La Peste o en La Zona.

Creo que estas dos series comparten vicios. Ambas apuestan por una forma que se come al contenido. En ambas producciones los escenarios, que son curiosos y llamativos, tienen un peso que tapa a la historia que se quiere contar. La tensión narrativa no llega al punto al que debe llegar. Las historias policiacas son enrevesadas, complicadas y dan vueltas sobre sí mismas sin generar un interés demasiado elevado. Los personajes no despiertan la atención que se supone que deben de despertar. Me ha llamado mucho la atención que esto me pasara en algo que ha hecho alguien tan bueno como Alberto Rodríguez.



Esta sensación me ha llevado a pensar en lo importante que es el formato en el que se hace algo. Quizás La Peste me habría interesado mucho más si fuera un documental, ya sea televisivo o radiofónico, en el que se ficcionaran algunas partes para contar cosas. Estaríamos hablando de algo muy diferente. Ya no sería un thriller policíaco. Pero es que las virtudes de esta serie son la impresionante recreación de Sevilla en ese momento y descubrir la mercantilización de mujeres, niños y esclavos. Lo que deja huella es el desprecio a la ciencia y al saber y el poder que tenía la religión para que esa situación no cambiara. Sé que parece que echo por tierra la labor de guionistas, actores, diversos directores… No es lo que pretendo. Creo que se podría haber contado lo mismo en mucho menos tiempo. Ahí es a donde voy: la necesidad de hacer series porque vende. Por ser una moda. ¿Alguien se imagina la historia de El nombre de la rosa estirada para que tuviera que durar seis capítulos de una hora? Perdería toda la tensión.

El ejemplo contrario es el de Vergüenza. Creo que es una buena demostración de saber aprovechar el formato de mini serie. En capítulos de 25 minutos tenemos a personajes más profundos y trabajados que aquellos que en otras series apenas dejan huella en nosotros. Puede que el objetivo sea menos ambicioso pero esto se vuelve a su favor con un guion sencillo y efectivo. El objetivo de la serie se cumple. Sientes vergüenza ajena y consigues empatizar con los personajes por muy rocambolescos que sean.

Está muy bien que las series hayan acercado a tantos espectadores a la pantalla. Quizás esto tiene más que ver con el modelo de consumir televisión (e información) del presente más próximo que con otra cosa. Pero si queremos productos de calidad y consumidores que sepan lo que consumen tenemos que ser críticos. De lo contrario entraremos en un bucle en el que lo vemos todo, nos gusta todo y nos engañan por el camino.

viernes, 5 de enero de 2018

Wonder Wheel: el fuego y la redención de Woody Allen


Lo bueno de Woody Allen es que nos quita mucha presión de encima. Esa pelota de tenis que no sobrepasa la red. El anillo que no cae al agua. Que algo suceda depende de un gesto mal avenido, de un paso mal dado, de un descuido fortuito. El escepticismo y saber que no hay nadie que maneje los hilos es el drama. La casualidad. Wonder Wheel es la noria que simboliza nuestra vida: a veces estamos arriba y otras abajo pero esto no depende de nosotros. Si la noria se queda parada arriba del todo nos va a tocar esperar. La impotencia, el agua que resbala entre los dedos. Colgar el teléfono.

Y pese a que lo alleniano tiene mucho que ver con aquello que no controlamos esta es una película que habla de lo que hacemos mal y ya no tiene solución. Explica que los errores se pagan y que la vida no perdona. El mordisco de la existencia es inevitable y si la cagamos el dolor va a ser todavía mayor. Wonder Wheel es una película que habla de la redención. Nos cuenta que no suele haber piedad con aquellos que buscan comenzar de cero y que pocas veces hay segundas oportunidades.

Woody Allen consigue ser más cabrón todavía. De lo que habla de verdad esta historia es que si eres mayor estás condenado. La llama de tu volcán interior la van a apagar. Tanto el personaje de Kate Winslet como el de Juno Temple buscan otra vida. Ambas tienen pasiones, ilusiones, ganas, talento y cariño a raudales. Sin embargo, lo que la película cuenta, es que la que tiene 20 años menos es la que tiene alguna posibilidad de salvarse de una vida plana, sucia y triste. La que tiene más de 40 está atada a una existencia que no desea llevar pero de la que no se puede desprender. Kate Winslet desprende verdad en cada escena y es, de lejos, lo mejor de la última película de Woody Allen.




La fotografía es espléndida y no es gratuita. Hay personajes, como el de Jim Belushi, que nunca reciben esos rayos de sol anaranjados. Las mujeres sí. Están a otra cosa. Tienen arte, brillan. De alguna manera, representan la fantasía y eso hace de esta película una especie de cuento. Esas dos mujeres salen de la luz y del cuento cuando el padre o marido entra en escena. Todo se apaga. Vuelve el mundo gris.

Se nota que Woody Allen ha reflexionado sobre la vejez y sobre lo que ha sido su vida. No es casual que el personaje de JustinTimberlake escriba obras de teatro ni que el de Kate Winslet sea actriz. De alguna manera son seres condicionados por ser creadores. En cambio, el de Juno Temple está muy lejos de la cultura y muy cerca de la acción. Con menos de 30 años ha vivido cosas que no se suelen vivir jamás. Al final de su vida el director de cine reflexiona sobre lo intenso de su existencia. ¿Ha perdido mucho tiempo en algo que no existe, en la ficción? Quizás esta película sea una forma de contestar o de plantear, de forma más compleja, la cuestión. La clave está en la escena final: la protagonista, actriz en el pasado, se viste de actriz. Y sobreactúa. No sale de su vida. Pero cae en la ficción. Woody Allen nos dice que todos estamos siempre actuando.


Kate Winslet tiene un hijo pelirrojo que recuerda mucho al Woody Allen de Días de Radio. Es un niño que solo desea ir al cine y quemar cosas. De nuevo, la ficción. La ficción como vía de escape, la ficción como la forma de adentrarse en un mundo mejor del que tienes en casa. Pero, ¿qué significa el fuego? La película acaba con este niño, de nuevo, quemando cosas. Los niños son siempre los más frágiles. Ellos pagan las consecuencias de los errores sin vuelta atrás de los adultos. Los reproducen cuando son mayores. También, en sus relaciones amorosas. El fuego es el trauma de todos. Es la liada que todos vamos a cometer en cuanto seamos adultos y conozcamos la noria que es la vida y el amor.